El tránsito en República Dominicana no es un problema. Es un trauma nacional. Uno que nos acompaña desde que salimos de casa hasta que logramos volver vivos.
No importa si conduces, caminas o vas en transporte público, aquí todos somos víctimas (y, muchas veces, cómplices) de una cultura vial enferma, en la que las leyes son opcionales, la cortesía es una rareza y el desorden es la normal.
¿Cuántas vidas más se perderán antes de que entendamos que no es normal que un país de menos de 11 millones de habitantes (mal contados) tenga una de las tasas de muertes por accidentes de tránsito más altas del mundo? ¿Por qué la movilidad urbana sigue dependiendo más de la voluntad individual que de un sistema colectivo bien pensado?
Lo que vivimos en las calles dominicanas no es solo el resultado de una infraestructura insuficiente, sino de una mentalidad desordenada, que privilegia lo inmediato sobre lo correcto.
Aquí los motoristas van en vía contraria “porque sí”, los carros públicos y las “voladoras” se detienen en medio de la calle, la avenida o al pie de los elevados sin previo aviso, y los peatones cruzan donde les da la gana -todo bajo la mirada indiferente de una autoridad que muchas veces forma parte del mismo caos. Pero los dueños de vehículos privados andan igual o peor.
Hemos construido una relación con el tránsito basada en la desconfianza y la ley del más fuerte. No se cede el paso porque se teme que el otro lo aproveche. No se respeta al peatón porque “él se metió solo”. No se siguen las señales porque, en el fondo, nadie cree que haya consecuencias reales. Las paradas de moto taxis o las rutas de concho de los “dueños del país” se montan en cada esquina sin regulación, y eso se muestra hasta en la cantidad de haitianos indocumentados que hoy se mueven en dos y cuatro gomas (¿cómo adquieren esos vehículos?)
Los semáforos no mandan; sugieren. Los agentes de tránsito no regulan; improvisan. Y la educación vial sigue siendo una asignatura invisible en las escuelas, cuando debería ser tan esencial como leer o escribir.
Los diler, talleres, colegios, restaurantes, tiendas y todo tipo de empresas se adueñan de las calles como si fueran una extensión de ellas.
Pero lo más preocupante es que hemos normalizado la violencia vial. Insultamos, empujamos, tocamos bocina como locos, como si eso resolviera algo, y aplaudimos al que se “coló” porque “el vivo vive del bobo”.
Mientras tanto, millones de pesos se invierten en soluciones cosméticas -aplicaciones, operativos, campañas bonitas- sin atacar el problema estructural. Por más elevados, líneas del metro o teleféricos, si hay una ciudadanía desinformada, una institucionalidad débil y una falta absoluta de consecuencia real para quien viola la ley, todo será en vano.
¿Hasta cuándo seguiremos atrapados en este círculo vicioso de caos, que se lleva vidas, genera estrés, contamina y nos quita tiempo todos los días?
La solución del tránsito no es solo cambiar el sentido de calles, pintar rayas ni poner policías acostados. Es un asunto de cultura ciudadana, de educación profunda, de liderazgo institucional y de una voluntad firme que, hasta ahora, parece seguir atascada en un embotellamiento mental.