Las autoridades todavía no tienen el control total de la cárcel de Ecuador en la que murieron 118 presos durante una revuelta, una de las más sangrientas ocurridas en América Latina.
Un padre perdió a 3 de sus 4 hijos presos
El móvil sonaba a medianoche, de imprevisto. El preso veía en medio de la oscuridad de su celda una palabra impresa en la pantalla: Papá.
Cuando descolgaba, en efecto, escuchaba la voz colérica de su padre al otro lado de la línea: “¡Yo reprendo y disciplino a todos los que amo! Por lo tanto, sé fervoroso y arrepiéntete!” A continuación, rezaban durante horas, a veces hasta que amanecía.
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En ese rato también lloraban juntos, conversaban, se hacían reproches y hablaban de los malos pasos que lo llevaron a estar encerrado en ese agujero, el verdadero plomo fundido de sus vidas.
Daniel Villacís, comerciante ecuatoriano de 52 años, se convirtió al cristianismo dos años atrás.
Desde entonces llamaba de madrugada a sus cuatro hijos veinteañeros, todos ellos internos en la cárcel de Guayaquil, una escotilla al infierno.
El hombre utilizaba una reliquia, un viejo Nokia sin Internet. El martes 28 de septiembre no pudo contactarlos.
Ese día se produjo en el interior de su módulo, el 5, uno de los motines más sangrientos de la historia de América Latina, en el que se cuentan por ahora 118 muertos.
Al acabar había cabezas rodando por el patio, cuerpos calcinados, vísceras y corazones arrancados del pecho.
Sus tres hijos menores fueron asesinados de manera salvaje. Un cadáver se lo entregaron en la morgue con 18 disparos y tres puñaladas en un costado.
Otro, con la cabeza separada del cuerpo. El mayor, el único que sobrevivió a la matanza, ha sido separado del resto de presos.
El Estado, al menos, quiere devolverle a uno de ellos vivo. —Esto es insoportable, varón. Mire lo que le hicieron a mis hijos…
El hombre lleva a todos lados una biblia guardada en un estuche de tapas marrones y un cierre con cremallera.
Viste de luto. Sus zapatos acaban de recibir una buena dosis de betún. Esa mañana escuchó del motín en televisión.
Pasaban imágenes de presos armados, sin camiseta, trepados al techo.
El humo se escapaba por las ventanas con barrotes de las celdas.
Trató de llamarles, pero saltaba el aviso de la operadora de que no tenían cobertura.
“El instinto de padre me decía que algo les pasó”, recuerda. Agarró el primer taxi de la calle y cruzó Guayaquil, una ciudad portuaria de avenidas anchas en la que viven 2,8 millones de habitantes.
La revuelta comenzó sobre las 9.30. Los internos de los pabellones 8 y 9 abrieron un boquete en la pared que les conecta con el 5.
En la cárcel hay 12 pabellones, cada uno con alrededor de 800 presos.
El 5 estaba controlado por los Choneros, una banda criminal dedicada al narcotráfico.
La policía ecuatoriana asegura que son socios del cartel de Sinaloa.
Los jefes del 8 y 9 pertenecen a dos subgrupos que se separaron hace un año de los Choneros, los Lobos y los Tiguerones.
Estos dos están asociados a su vez con otro cartel mexicano, el de Jalisco Nueva Generación. Son sus operadores en Sudamérica.
A partir de aquí hay dos versiones de lo ocurrido ahí dentro. Una, que el jefe del 5, un tal Alan, traicionó a los Choneros y quiso aliarse con sus enemigos.
Se volteó, dicen en Ecuador. La segunda, que los del 8 y el 9 entraron a sangre y fuego para hacerse con el control del 5, lo que supone sumar más hombres, más dinero, más poder. Nadie es capaz de asegurar cuál fue el detonante real.
El caso es que por el agujero en el concreto entraron decenas de presos con pistolas, granadas, machetes y otras armas de fabricación casera.
Lo que sigue es la crónica brutal. “Ahí dentro bailaba el demonio a una pata”, cuenta Eduardo, un preso cubano liberado una semana después.
Escuchó lo que ocurría pegando la oreja en los muros del pabellón.
Fueron horas de enfrentamiento, ante la impotencia de las autoridades. Los asaltantes se grabaron mientras decapitaban cadáveres y metían sus cabezas en los inodoros de las celdas.
Abrían los cuerpos en canal, a machetazos. El coronel Santiago Jacome, al mando de los primeros accesos al penal, esperó la llegada de un equipo de policía de élite para entrar en el pabellón.
A esas alturas el suelo estaba regado de sangre. “Uno llevaba en la mano un corazón que bombeaba”, cuenta, sorprendido todavía de haber asistido a un sacrificio humano.
Jacome despliega un mapa en su oficina, en el interior del penal.
Muestra la manera en la que los presos asaltaron el módulo. Ellos no pudieron evitarlo, reconoce.
No tienen los efectivos suficientes para detener una revuelta de ese tamaño.
Cuando trataron de acercarse los presos los recibieron con plomo.
Las autoridades controlan las entradas, el perímetro, pero ahí dentro mandan las bandas.
En cada pabellón hay un jefe que controla todo. Los presos nuevos permanecen en el área de aislamiento, en celdas oscuras y sin ventana, hasta que su familia ingresa en una cuenta del banco cierta cantidad, entre 200 y 500 dólares.
El precio final depende del estudio socioeconómico que se le haga al novato.
Además, debe pagar 20 dólares al mes para tener derecho a dormir en una celda.
Cinco semanales por un kit de limpieza que incluye champú, gel y maquinilla de afeitar.
Cinco más por el canon de limpieza del pabellón, como la tasa de basuras de un ayuntamiento.
Tres cigarros cuestan cinco dólares. Una coca cola, cinco dólares.
¿Una bolsa con diez panes pequeños? En efecto, cinco dólares.
Jorge Leonardo González vivía en el Reino de los Cinco dólares. Tenía 32 años.
La policía lo detuvo con 17 gramos de marihuana y lo metió en prisión por segunda vez con una condena de ocho meses.
Se hizo bastante popular entre los presos porque rapeando había ganado dos concursos de música.
Su esposa, Vanessa Ávila, le ingresaba 240 dólares al mes, algo más de la mitad del sueldo mínimo en el país.
Era lo que necesitaba para sobrevivir. González tendría que haber sido liberado en julio, ya había cumplido la condena, pero un juez nunca entregó el acta de liberación, por pereza o incompetencia.
O por ambas. Dos horas antes del motín, durante el desayuno, su esposa habló con él por teléfono.
Ella le juró que esa semana presionaría a las autoridades para que le dieran el maldito papel.
No hubo tiempo. Poco después lo asesinaron de un disparo en la cabeza.
Su mujer lo reconoció en la morgue por un tatuaje que se había hecho de adolescente en el abdomen: Hip-Hop.
Fuente: El País