sábado, diciembre 21, 2024
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Danilo debe estar en caso Calamar o sería show

En algún recóndito archivo del Palacio Nacional reposaría un memorando firmado por el entonces presidente Danilo Medina, conforme el cual se advertía a los funcionarios que solo él estaba autorizado a disponer pagos en la Administración.

Decimos que reposaría, pues no sabemos si ese documento está en poder del Ministerio Público o si no ha sido buscado o si fue destruido antes del 16 de agosto de 2020 cuando asumió el actual Gobierno.

El hecho es que, de establecerse la existencia del memorando, la responsabilidad penal del expresidente Medina estaría seriamente comprometida, pues vendría a ser la admisión de que las grandes maniobras contra fondos públicos que el Ministerio Público alega hubo durante su gestión de ocho años, ocurrieron con su anuencia.

Una cosa es que se alegue que el presidente impartió órdenes de pagos que presuntamente resultaron en desviaciones de recursos públicos, y otra muy distinta es que dichas disposiciones estén documentadas.

Siempre se ha dicho que los gobernantes asumen un peso enorme cuando imparten instrucciones a sus funcionarios, si bien las responsabilidades son personales.

La tesis de que “nadie gobierna inocentemente” enarbolada por los revolucionarios franceses para justificar la ejecución de Luis XVI—un holgazán sin control real del Estado en su reinado—puede ser solo una teoría o una presunción de complicidad del gobernante respecto de las acciones de su Gobierno.

Sin embargo, cuando se le atribuye a Medina la emisión de un memorando altamente comprometedor, se pasa de la teoría de Saint-Just y Robespierre para avalar la guillotina del rey, a una justificación válida para que se le enjuicie.

En la práctica, sería la más contundente prueba para arrastrarle a juicio, ya que las declaraciones de los implicados—algunos de ellos nunca hablarían contra el ahora líder del Partido de la Liberación Dominicana—no sería más que la palabra de unos contra la de otros.

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De modo que la tesis de los revolucionarios franceses adquiriría valor en el caso de Medina, siempre que apareciese el memo en cuestión.

Por otra parte, es bueno resaltar que el pago de deuda vieja ha sido una de las fuentes principales para el partido gobernante financiar la campaña de su candidato, sea el presidente en reelección u otra opción.

Miles de millones de la llamada deuda inmobiliaria se transan en campaña a precio de vaca muerta, puesto que los beneficiarios han tenido esas acreencias en el capítulo de incobrables y en su momento aceptan cualquier cantidad.

Una forma viable de evitar esas travesuras sería legislar para prohibir que durante la campaña electoral se hagan desembolsos por ese concepto, presumiendo a priori el pecado original de esas transacciones.

Y es que conocemos decenas de expedientes de deuda por expropiaciones que duermen un largo sueño en las gavetas de los departamentos estatales hasta que se decide—justo en medio de las campañas electorales—que el Estado pase de ser un mala paga consuetudinario a convertirse en el mejor pagador.

Lo único malo es que ese cambio obedece al interés de que el partido gobernante tenga por esa vía una fuente hasta cierto punto legítima de financiación, una legitimidad altamente cuestionable, si tomamos en cuenta que los interesados apenas reciben un 40 o un 50 por ciento de los montos pagados, mientras el restante ingresa a las finanzas de campaña y a los bolsillos de pagadores e intermediarios.

Eso lo sabe todo el que ha manejado esos expedientes, de modo que no decimos nada que no sea enteramente real.

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