“Lo que nada nos cuesta, hagámoslo fiesta” es un refrán que parece resumir, lamentablemente, la actitud que muchas veces predomina en la administración y ejecución de los fondos públicos.
Y esto viene al caso porque hay un patrón preocupante que se repite desde hace muchos años en el país, gobierno tras gobierno: la baja calidad de muchas obras entregadas por contratistas.
Avenidas, calles y caminos vecinales que se deterioran poco después de ser inauguradas, pasos a desnivel con defectos visibles, escuelas que no resisten el uso diario y hospitales con problemas estructurales recurrentes son una constante que afecta la calidad de vida de los ciudadanos y plantea serias dudas sobre la supervisión y ejecución de estas infraestructuras.
El estado de las calles y avenidas del país es un reflejo directo, no solo al rigor del mantenimiento que se debe seguir, sino también a la poca atención que se presta a la calidad de los materiales y a la correcta ejecución de los proyectos. Asfaltos que se desgastan rápidamente, baches que reaparecen tras las primeras lluvias y reparaciones superficiales que no solucionan problemas de fondo son síntomas de una práctica extendida: priorizar la cantidad de obras sobre su durabilidad.
Los pasos a desnivel, concebidos como respuestas al caos vehicular, han sido criticados constantemente por su rápido deterioro. Filtraciones, grietas y sistemas de drenaje deficientes son otros problemas que surgen poco después de su inauguración, afectando la funcionalidad de estas estructuras que deberían ser soluciones de largo plazo y no millonarias pérdidas para el Estado.
En el ámbito educativo y de salud, el impacto de la mala calidad de las obras es aún más preocupante. Muchas escuelas presentan problemas estructurales desde los primeros años de uso: filtraciones, sistemas eléctricos defectuosos y mala ventilación afectan a estudiantes y profesores.
Los hospitales, por su parte, enfrentan problemas similares. Techos con filtraciones, paredes agrietadas y sistemas de climatización inadecuados comprometen la atención a los pacientes y aumentan los costos de mantenimiento. Esto no solo pone en riesgo la infraestructura, sino también la calidad de los servicios esenciales para la población.
Es y ha sido un gran error de los gobiernos, medir el desarrollo de una infraestructura sostenible por la cantidad de obras entregadas, y no por su impacto y durabilidad.
La prioridad debe ser construir calles, avenidas, pasos a desnivel, escuelas y hospitales con materiales de calidad y diseños que respondan a las necesidades actuales y futuras.
Por eso, la fiscalización independiente es clave para garantizar que los contratistas cumplan con los estándares exigidos.
Asimismo, los gobiernos deben hacer valer las cláusulas de mantenimiento a largo plazo, asegurando que el Estado no cargue con el peso de reparaciones constantes debido a la negligencia inicial.
Debemos entender que cada calle mal hecha, cada hospital con problemas estructurales y cada escuela que no cumple con su propósito representan una deuda con la población y una mala inversión de los fondos públicos.
Es hora de replantear la forma en que se conciben y ejecutan las obras públicas en el país, y disminuir las pérdidas millonarias que salen de los bolsillos de cada ciudadano.