Escobar inundó Estados Unidos con cocaína entre los años 1970 y 1980.
En una de sus propiedades, a la que llamó Nápoles, creó un zoológico privado con rinocerontes, jirafas, hipopótamos, cebras y canguros.
Al atardecer le gustaba observar a los pájaros blancos que trajo de África posarse en las ramas de los árboles para dormir, tal como él los había entrenado.
En ese momento lideró, junto a otros socios, lo que se conoció como el cartel de Medellín.
Se destacó del resto de los narcotraficantes por su extrema crueldad.
Mató a amigos, enemigos, jueces, ministros, candidatos presidenciales; Derribó un avión y colocó una bomba en el club social más distinguido de Bogotá.
Su poder y su interiorizado sentido de grandeza eran tales que creía que podía ser presidente de la República.
Llegó a ser congresista y fue su propio partido el que lo expulsó al descubrirse que en realidad era un capo de la droga.
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Hileras de casas
Estas pequeñas casas en hilera, situadas en una colina atravesada por cables, fueron construidas por Escobar en la década de 1980, cuando era el hombre más rico del mundo.
Aquí trasladó a familias pobres que vivían en un vertedero sobre el que revoloteaban pájaros carroñeros.
El barrio lleva su nombre y pasó desapercibido durante mucho tiempo, pero la fama universal que ha alcanzado el bandolero colombiano lo ha convertido en un lugar de peregrinación para los turistas extranjeros que visitan Medellín.
El fenómeno produce curiosidad y horror a partes iguales.
Treinta años después de su muerte, que se cumple este sábado, Colombia se pregunta qué hacer con el incómodo recuerdo del narco, que ha regresado de entre los muertos convertido en un ícono pop.