Hay una contradicción cada vez más evidente -y preocupante- entre la magnitud de ciertos delitos y la liviandad de las penas que reciben quienes los cometen. Es el caso de la reciente sentencia dictada en el marco de la Operación Búfalo NK, que desarticuló una red internacional de narcotráfico con vínculos en Colombia, Venezuela, Puerto Rico, República Dominicana y Europa.
Una organización criminal transnacional con millonarios beneficios ilícitos, según admitió el propio Ministerio Público. ¿Y cuál fue el resultado judicial para sus principales actores? Condenas mínimas, buena parte de ellas suspendidas. Prisión simbólica. Multas que en algunos casos no cubren ni el precio de una lavadora.
La práctica del procedimiento penal abreviado se ha convertido en un recurso cada vez más habitual dentro de la estrategia procesal del Ministerio Público dominicano. Y aunque en teoría se basa en una lógica válida -evitar juicios largos, optimizar recursos, garantizar condenas-, su aplicación en casos de crimen organizado plantea dilemas éticos, políticos y jurídicos profundos.
¿Debe permitirse que actores clave de redes de narcotráfico internacional eviten la cárcel real simplemente por admitir los hechos? ¿Qué mensaje se envía a la sociedad cuando el castigo por traficar toneladas de drogas y lavar millones se reduce a un año y tres meses de prisión?
En este caso, el Ministerio Público -con pruebas “contundentes”, según sus propias palabras- logró que nueve de los diez implicados se declararan culpables. Es decir, la investigación fue tan sólida que no habría lugar para dudas. Y sin embargo, en lugar de llevar a juicio a los responsables de delitos tan graves como tráfico internacional de estupefacientes, lavado de activos y asociación criminal, se optó por negociar su sanción a cambio de una confesión.
No estamos hablando de hurtos menores ni de delitos de bagatela. Estamos hablando de una red con ramificaciones continentales, conexiones con el narcotráfico colombiano y venezolano, y operaciones logísticas complejas que involucraban embarcaciones marítimas, rutas internacionales y, muy probablemente, estructuras financieras paralelas. Sin embargo, la justicia dominicana decidió que tres años y medio de prisión -con dos años y seis meses suspendidos- es una pena razonable para quien admitió ser parte activa de ese esquema.
Los acuerdos penales no son en sí mismos perversos. En muchos casos, son herramientas útiles para agilizar el sistema judicial y evitar que las cárceles colapsen. Pero en contextos de criminalidad organizada, donde la desarticulación de redes implica un interés público superior, estos pactos pueden convertirse en una puerta de escape que erosiona la credibilidad de la justicia.
Lo que se percibe no es eficiencia, sino indulgencia. No justicia, sino impunidad negociada.
Más preocupante aún es la opacidad de estos acuerdos.
¿Qué información ofrecieron los imputados a cambio de estas rebajas? ¿Condujeron a nuevas capturas, a la incautación de bienes, a la identificación de cómplices? ¿O simplemente se trató de confesiones vacías que no aportan nada a la lucha contra el narcotráfico, salvo la apariencia de “resultados”? Si el objetivo del procedimiento abreviado es desmantelar estructuras criminales, la opinión pública tiene derecho a saber si esos objetivos se están cumpliendo, o si estamos simplemente firmando rebajas de pena a cambio de “aceptar los hechos”.
Porque al final, lo que está en juego no es solo una sentencia. Es el mensaje que se transmite: que se puede traficar drogas, lavar dinero y pertenecer a una red internacional, y aún así salir con una condena suspendida, una multa simbólica y una breve estadía en un centro de corrección. Y eso, en cualquier Estado de derecho, debería ser motivo de seria preocupación.






