Por: Manuel Alejandro Bordas Nina
Santo Domingo.- La propuesta de “Ley Orgánica sobre Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales”, actualmente bajo estudio legislativo, constituye al menos en términos de intención, una oportunidad relevante para adecuar el marco normativo dominicano a la realidad comunicacional del siglo XXI. La velocidad de las transformaciones tecnológicas y la expansión de las plataformas digitales han reconfigurado por completo los modelos de producción, circulación y consumo de información. En ese contexto, es legítimo y necesario revisar nuestras leyes para que reflejen este nuevo entorno.
Sin embargo, al examinar el contenido del anteproyecto, considero imprescindible llamar la atención sobre ciertos aspectos que, lejos de fortalecer las garantías constitucionales que protegen la libertad de expresión, podrían terminar erosionándolas. Más que oponerme a la iniciativa, mi objetivo es señalar áreas que deben ser corregidas o replanteadas si aspiramos a contar con una legislación moderna, garantista y verdaderamente democrática.
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Reconocimiento insuficiente del nuevo ecosistema comunicacional.
Uno de los vacíos más notorios del anteproyecto es su omisión frente a la nueva generación de actores del ecosistema comunicacional: creadores de contenido digital, youtubers, influencers, podcasters y comunicadores independientes que, sin pertenecer a medios tradicionales, generan un volumen considerable de contenido que informa, entretiene y moviliza opinión pública. A pesar de que estos actores son parte activa del debate democrático, la ley no los reconoce ni les otorga garantías específicas.
El texto legal se estructura casi exclusivamente sobre los medios convencionales (radio, televisión, prensa escrita), reproduciendo un esquema normativo que ya no se corresponde con la realidad. Desde una óptica jurídica, esto plantea un serio problema de proporcionalidad y de exclusión normativa: quienes producen contenido y comunican masivamente quedarían sujetos a la supervisión del nuevo órgano regulador, pero sin estar formalmente reconocidos como sujetos protegidos ni representados en los espacios institucionales creados.
Una legislación moderna no puede ignorar esta realidad. Resulta imprescindible incorporar una categoría legal que reconozca a los comunicadores digitales como actores legítimos del ecosistema informativo, con sus respectivas garantías, responsabilidades y participación en la toma de decisiones.
Facultades desproporcionadas del órgano regulador.
El anteproyecto propone la creación del Instituto Nacional de las Comunicaciones (INACOM), dotado de amplias facultades de fiscalización, clasificación de contenidos, suspensión de transmisiones y sanción económica. Aunque toda actividad regulada debe tener un órgano técnico, las atribuciones conferidas al INACOM son, en su forma actual, excesivas, difusas y carentes de mecanismos de control externo.
El artículo 65, por ejemplo, permite la suspensión de medios o transmisiones por hasta noventa (90) días, así como la imposición de sanciones que pueden llegar a doscientos (200) salarios mínimos, sin necesidad de orden judicial previa. Esta amplitud sancionadora no se encuentra debidamente acotada por principios como la legalidad, tipicidad, proporcionalidad y debido proceso, pilares del derecho administrativo sancionador.
Lejos de limitarse a funciones técnicas, el INACOM aparece en el texto legal con una capacidad sancionadora que, si no se revisa, puede ser utilizada con o sin intención, como mecanismo de censura indirecta. La tutela judicial debe estar presente de forma previa o automática en toda sanción que afecte el ejercicio de derechos fundamentales.
Exclusión del sector digital en el Consejo Asesor de Comunicación
El artículo 48 del proyecto establece la composición del Consejo Asesor de Servicios de Comunicación, órgano consultivo del INACOM. Sorprendentemente, en esa estructura están representados los sectores tradicionales de la comunicación, pero se excluye por completo a los creadores de contenido digital, influencers y plataformas alternativas.
Esta omisión es consistente con lo advertido en los puntos anteriores: no solo hay un vacío normativo en cuanto al reconocimiento de estos nuevos actores, sino una exclusión directa en los espacios donde se definirán políticas públicas que los afectan. La ley pretende regular y eventualmente sancionar a quienes no considera dignos de representación institucional.Esto, más que un descuido técnico, constituye un problema de legitimidad democrática y equilibrio regulatorio.
Ausencia de un glosario legal y uso de conceptos jurídicos vagos
Uno de los defectos estructurales más delicados del anteproyecto es la ausencia de un capítulo de definiciones claras. Conceptos como “moral”, “dignidad”, “valores”, se utilizan reiteradamente a lo largo del texto sin una delimitación jurídica precisa, lo que deja amplio margen para interpretaciones subjetivas por parte de la autoridad administrativa.
Esta indeterminación normativa abre la puerta a la discrecionalidad y puede tener efectos disuasorios sobre el ejercicio de la libertad de expresión. Expresiones satíricas, opiniones incómodas o contenidos disruptivos podrían ser sancionados con base en valoraciones morales coyunturales o incluso ideológicas.
Una ley que pretende organizar el ejercicio de un derecho fundamental debe ofrecer seguridad jurídica, certeza, previsibilidad y protección frente al abuso. Los conceptos vagos atentan contra esos principios esenciales.
Riesgos regulatorios sobre plataformas digitales
El anteproyecto impone una serie de obligaciones a las plataformas digitales que superen el 10% de los usuarios conectados en el país. Estas incluyen desde la obligación de designar representación legal local hasta la publicación de criterios algorítmicos y la implementación de mecanismos de reclamación en idioma español.
Aunque estas medidas persiguen una mayor transparencia, pueden generar consecuencias contraproducentes. En la práctica, podrían fomentar políticas de censura preventiva, obligar a las plataformas a establecer filtros de contenido más rígidos y, en algunos casos, desincentivar la permanencia de plataformas más pequeñas en el país.
Además, el anteproyecto no contempla vías claras ni eficaces para que los creadores de contenido local puedan defender sus derechos frente a decisiones tomadas por estas plataformas. Esto los deja en una posición de vulnerabilidad jurídica frente a actores globales que, además, no siempre tienen operaciones físicas en el país.
Conclusiones preliminares
A modo de cierre preliminar, puede afirmarse que este anteproyecto contiene elementos loables en su redacción actual, como la afirmación expresa de que no habrá censura previa y el reconocimiento del acceso a internet como un derecho fundamental. Estas disposiciones reflejan una voluntad de actualización normativa alineada con los tiempos modernos.
No obstante, estos avances no deben impedirnos ver con claridad las zonas de sombra que también plantea el texto: la amplitud excesiva del poder sancionador conferido al órgano regulador, la utilización de conceptos jurídicos vagos que permiten una interpretación discrecional, la exclusión expresa de actores fundamentales del ecosistema digital, y los posibles efectos restrictivos sobre la libertad creativa y crítica.
Regular la libertad de expresión exige mucho más que buenas intenciones. Se requiere un marco normativo que combine firmeza institucional con garantías plenas de derechos, técnica legislativa con sensibilidad democrática, y visión de largo plazo con capacidad de adaptación al entorno cambiante de la comunicación.
Estas reflexiones constituyen apenas un primer acercamiento. En próximas entregas continuaré examinando de forma crítica, pero también propositiva, los aciertos y desaciertos de esta propuesta legislativa, con la intención de aportar a un debate necesario, plural y constructivo sobre un derecho que es, sin duda, la piedra angular de toda democracia.