Danilo Medina salió a decir lo mismo de siempre. Insiste en que no se metió en la asignación de obras, que no hizo negocios, que es un hombre honorable y que solo fue al Gobierno a servir. Pero la pregunta cae por su propio peso: ¿Quién diablos gobernaba? ¿Un fantasma? ¿Teníamos un presidente divorciado de la realidad mientras se consumían las arcas del Estado? ¿De verdad no estaba enterado el jefe de Estado de esos casos de malversación multimillonaria?
Mientras Danilo se presenta como un monje benedictino, su entorno ha ido cayendo uno tras otro: hermanos, cuñados y funcionarios de confianza que se dieron un festín con los recursos públicos. Solo Max Montilla, el cuñado del expresidente Danilo Medina, acordó con el Ministerio Público devolver más de RD$3,000 millones, y Alexis Medina, hermano del líder del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), fue condenado a 7 años de prisión.
Frente a esta realidad, Danilo se lava las manos como Pilato. Aunque reconoce que sus allegados hicieron negocios con el Estado, se excusa diciendo que él los regañaba, que les advertía que no lo hicieran, que eso era “cosa de ellos”.
El país entero fue testigo de cómo se armó un entramado de corrupción gigantesco durante su gobierno, y sin embargo, el jefe de todos ellos pretende convencernos de que fue apenas un espectador inocente, víctima de las malas decisiones ajenas.
La sociedad no espera de Danilo Medina un rosario de excusas, lo que reclama es que asuma la responsabilidad política que le corresponde. Porque la corrupción no se montó sola, ni el clientelismo se multiplicó por arte de magia, fue bajo su mando, con su silencio o haciéndose de la vista gorda, que el Estado se convirtió en botín.
Ese es el perdón que Danilo Medina le debe al país. No un perdón fingido ni político, sino el reconocimiento de que le falló a una generación entera que creyó en su promesa de “continuar lo que está bien y corregir lo que está mal”.






